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MADURAR ES UN ASUNTO DEL CORAZÓN

Para poder sentir las emociones, necesitamos sentirnos en un lugar seguro

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Reconocer y entender que madurar es un asunto del corazón y no de la razón, tal vez ha sido uno de los cambios más importantes que han influenciado mi visión sobre la crianza y la educación. En mi historia de vida, mis padres pusieron su mayor interés en nuestro desarrollo intelectual y físico. Es decir, en casa el énfasis estuvo puesto en que estudiáramos, que tuviéramos buenas calificaciones, que aprendiéramos otros idiomas, que practicáramos deportes, que conociéramos otras culturas. Nada de eso es nocivo, al contrario, sin duda se los agradezco siempre porque instalaron en mí una serie de valores y ética de trabajo, de compromiso, de profesionalismo que han sido parte intrínseca de mi desarrollo a lo largo de mis casi 50 años. Y esa cultura del esfuerzo, del trabajo, del estudio, de que “si quieres puedes” fue la guía de mi vida por muchos años. Para mí, sino lograba algo era porque no le estaba “echando ganas”, porque no estaba decidida a hacerlo.  Todo era un asunto de razón y no de emoción.

En casa, nunca hablamos de emociones. Pero tampoco era un tema del que se hablara en otros ambientes. Ni en la escuela, ni con amigos, ni con familia. Es decir, mi casa no era la excepción, sino la norma. De hecho, frases como “¡ya madura!”, “ya estás muy grande para hacer esos berrinches”, “deja de llorar que no es para tanto”, eran muy comunes. Siempre pensando que madurar era un asunto de la voluntad, de la razón. Que con simplemente entender desde la corteza prefrontal de nuestros cerebros era suficiente para convertirnos en seres maduros, en personas adultas.

Y el asunto es que justamente son esas emociones de las que nunca hablamos, las que nos permiten movernos y eventualmente ir alcanzando la madurez, esa madurez que nuestros padres tanto anhelaban que lográramos lo más pronto posible. Las emociones son la energía que nos mueve, que nos mueve a ser y a hacer. Y cuando el tiempo pasa, cronológicamente crecemos y nos convertimos en adultos, sin embargo, si nuestras emociones han estado adormecidas, escondidas, atoradas y no han podido moverse, resulta que nos convertimos en personas adultas que tratamos de actuar como si lo fuéramos, pero que en momentos de crisis o de estrés realmente nos parecemos más a un niño de preescolar o a una adolescente impulsiva. Y no importa cuánto nos esforcemos, cuántas veces digamos y pensemos que no volveremos a reaccionar así, cuántas meditaciones escuchemos antes de irnos a dormir, cuántas veces respiremos profundamente y contemos hasta diez, o cuántas justificaciones racionales podamos encontrarle a nuestras reacciones y explosiones, nada va a cambiar sino estamos dispuestos a ir más allá de la razón. Porque la madurez se logra a través de mover las emociones, es decir, de sentirlas, no de razonarlas.

Para poder sentir las emociones, necesitamos sentirnos en un lugar seguro, en un espacio en donde podamos expresar nuestras tristezas y alegrías, frustraciones, miedos, decepciones, inseguridades, esperanzas, disgustos, etc., etc. etc. Ese lugar seguro es dentro de un espacio de conexión con otra persona. Cuando somos niños y adolescentes, ese lugar seguro debería ser la persona adulta que está a cargo de nosotros. Normalmente son papá y/o mamá, pero también puede ser la abuela o el abuelo, la tía, el maestro o la nana.  Y de adultos, son nuestros vínculos más cercanos, esposos o esposas, hermanos o hermanas, primos, papás, tíos y muchas veces amigos o amigas. Por eso, cuando de adultos nos reunimos con estas personas con quienes más conexión tenemos y con quienes sentimos que podemos dejar mover todas nuestras emociones, muchas veces explotamos ya sea en risas y alegría, pero también en lágrimas y frustración.

Mover las emociones, sentirlas, nos hace sentir altamente vulnerables. Es como dejar el corazón al rojo vivo, quitarle las capas que lo protegen, la capa de la razón. Pero si realmente queremos madurar, si realmente queremos llegar a ser personas adultas completas, no existe otro camino. Y si esto es cierto para nosotros, sin duda es de los paradigmas más importantes que tenemos que romper cuando somos padres o maestros. Aún hoy, cuando hablar de la Inteligencia Emocional y de la Salud Mental ya es un asunto más común, todavía seguimos pensando que lo vamos a lograr a través de cosas como: clases especiales de Inteligencia Emocional en la escuela, o de explicarle a nuestro hijo que tiene que dejar de llorar cuando no le doy el dulce que quiere, o de decirle a nuestro alumno que comprenda que la burla que le hacen sus compañeros es normal porque así es la escuela, o de pedirle a nuestra hija que entienda que debe abrazar a la abuela a pesar de que la trata mal, o de darle 10 técnicas diferentes de respiración a la alumna que llora porque no puede contestar un examen.

Seguimos pensando que como somos seres racionales, todo se arregla a través de la razón. Como padres y maestros, es indispensable que empecemos a tocar nuestras emociones, darles espacio para nombrarlas, moverlas, expresarlas, darnos permiso de sentirlas en espacios y lugares seguros. Sino lo experimentamos nosotros, es muy complicado que lo hagamos con los niños y niñas que tenemos a nuestro cargo. Y si como en mi caso, a ustedes también les tocó crecer en una casa en donde las emociones no eran un tema importante, tenemos una obligación de cambiar ese molde y crear un nuevo, un molde en donde el corazón tenga el lugar que le corresponde.  Si queremos vivir en un mundo de personas adultas verdaderamente maduras, en todos los aspectos, no tenemos otra opción. Los invito a intentarlo, tocar su corazón, a moverlo y aunque duela un poco, atravesar el túnel que los llevará a la mejor versión de ustedes mismos. 

“Todos crecemos, pero no todos maduramos” (Dr. Gordon Neufeld)

Lic. Ma Esther Cortés

Asesoría en Educación y Crianza /Facilitador Autorizado Instituto Neufeld

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maecl3@gmail.com

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