Uno de los momentos más temidos por los padres, especialmente cuando se trata de sus hijos primogénitos, es el primer día de clases. Una vez que el niño en cuestión está listo, estrenando uniforme y lo chera, viene la sesión fotográfica. Por lo general, está sonriente porque aún no se encuentra en la escuela sino todavía en el seno de su hogar donde se siente seguro. Una vez concluida la sesión, se procede a trasladar al vástago a la fuente del saber. Hasta este punto todavía no comienza la parte álgida y los padres aún conservan la ingenua esperanza de que su hijito sea uno de los pocos niños capaces de entrar a la escuela con una sonrisa y despedirse tranquilamente sin armar mitote alguno..
La cruda realidad comienza a sentirse en el momento en que el chiquito llega a la puerta de la guardería o del kínder. Cuando empieza a darse cuenta de que lo van a dejar y que mami no estará con él; las cuerdas vocales, hasta entonces inactivas, comienzan a trabajar mejor que las Plácido Domingo o Luciano Pavarotti y eso no es lo peor. En ese momento, los padres que sienten una piedra de culpabilidad sobre sus hombros, también se dan cuenta de la increíble fuerza que poseen las manos de un ser humano tan chiquito cuando se trata de asirse.
Finalmente, no queda más remedio que desprenderse del chiquito e irse lo más rápidamente posible para que su llanto deje de taladrar los oídos y la conciencia de los afligidos padres, quienes para esas alturas del partido ya se hicieron miles de preguntas como las siguientes: ¿Estará todavía muy chico para entrar a la escuela?, ¿Se quedará traumado de por vida?, ¿Será que la maestra no se identificó con él?…
La respuesta en la mayoría de los casos es un no rotundo. Y aunque el refrán diga que “mal de muchos es consuelo de tontos”, basta voltear a ver a los otros setecientos mil niños que berrean al unísono, para saber que es bastante normal que a nuestro bebé no le guste separarse por vez primera del seno hogareño.
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